martes, julio 15, 2008

Relato del sin nombre

Era muy tarde, pero decidí entrar. Era la quinta vez que esa sensación que desesperaba mis ánimos, me hacía volver al mismo sitio. Siempre dije que ese ambiente no era el mío y que por mucho, sólo iría a ver qué de bueno le hallaban todos los que sin falta entran cada fin de semana. Después de haber bebido, supe que la noche no era la idónea para ligar, que a final de cuentas esa sensación que te platico se resumía a eso, ligar, coger, tener sexo, involucramiento vivo del cuerpo con otro, en esa búsqueda pendeja de saber dónde y cómo es que estoy. Cerca de las cuatro de la mañana, apagaron el sonido del bar, las luces fluorescentes de la barra sucumbieron ante el farolazo de la blanca que iluminó aquel sitio. Sostenido del hastío y de la barra, logré tocarle la espalda a un chico que semanas atrás había observado. Lo tomé del hombro y le dije: estás bien bueno. El cabrón aventó una sonrisa de hijo de puta sobre mis ojos de borracho. Después, al otro lado de la barra, me señalaba, mientras abrazando a su amiga, le sugería algo. Tres minutos después, aquella mujer estaba junto de mi, ebria también, diciéndome que le había gustado al tipo aquél. Entonces me acerqué a su mesa, donde nos presentaron. Mide 1.80, pesa 70 kilos, cabello negro, ojos oscuros, profundos, necios, de esos que hablan solos, espalda ancha, una cintura fuerte de la que le nacen esas piernas largas, flacas, pero musculosas, como las de un grillo. Luis Alberto, tiene un hijo de cuatro años, mañana a primera hora cumplirá 20 años. Joven ¿no?, por eso mismo, más bello aún. Para no hacer más largo este correo, después de haber salido con él rumbo a otro bar, y después de haberme chutado una escenita de celos en el “fashion” (antro donde terminamos la peda y me insinuó que me besaba con todo mundo). Lo volví a ver ayer por la noche, muy tarde, con el pretexto absurdo de ir a cenar unas hamburguesas que venden cerca de mi casa. De las hamburguesas no supimos nada, las cambiamos por un six de Tecate y una platica morbosa, de las que acostumbro hacer cuando confirmo que las nuevas generaciones traen otro CPU distinto al de quienes nacimos a principios de los 80´s. Rondaban las dos de la mañana, cuando se levantó al baño. Al salir, lo tomé del rostro y me acerqué a besarlo. Los besos nos hicieron caminar hasta la segunda recamara del departamento donde vivo, de la que ayer me di cuenta que ya está como preparada para los actos del amor que llegan de visita. No supe cuándo fue que nos caímos al suelo. Tirados entre colchonetas, cobijas y una bolsa de dormir, hice lo que más disfruto hacer. Desabroché su pantalón y comprobé que no usaba ropa interior, acto por encima de lo erótico. Hermoso, bello, inigualable, no sé cómo verga explicarte eso que siento cuando la boca se desprende de mi ser, cuando se hace un ente aparte, amplio y divino verdugo total del placer que guardan los hombres bajo la espalda y detrás del pubis. No lo sé, no hay palabras para explicar que dar placer supera el hecho mismo de recibirlo. Esa sensación de control y venganza, de erotismo profundo y acuoso, como en las mejores escenas del porno de primera calidad. Después, después de haber gemido tanto y de haberme pedido que no me detuviera, me dijo: quiero venirme dentro de tu boca. Cuando pensé que era el momento en que buscaría esa divinidad inmortal de la que habla Bataille, se detuvo y me tomó con fuerza. Se echó encima de mi, amagándome con de sus manos grandes, mientras la otra se apresuraba a desabrochar mi pantalón. No me dejó moverme ni un centímetro. Me tapó la boca y me dijo que no hiciera ruido. Siguió sometiéndome, como en aquellas fantasías de la adolescencia, cuando masturbándome degustaba mis primeros orgasmos. Me mordió el cuello, hasta que el dolor de sus embestidas desapareció por completo, no así la angustia de que no tenía puesto un preservativo. Ahí, ahí me di cuenta del sitio dónde estoy, de quién soy, de lo que busco y no encuentro. Me olvidé por completo de la efervescencia placentera. Mientras mi cuerpo reaccionaba en esa mecánica sexual, mi mente estaba lejos, juro haberla visto sentada en la silla de madera donde momentos antes Luis Alberto bebía cerveza. Pude ver cómo lloraba, mientras se frotaba el rostro, como diciendo: ¡no seas pendejo! Supe que había terminado porque me decía no sé qué cosas, mientras dentro de mi las palpitaciones de su carne se contraía en esos últimos espasmos que suelen llegar después de venirte. Se levantó y se metió al baño. Yo subí mis pantalones y recogí del suelo el poco afecto que tuve de mí después de lo que te cuento. No sé qué sucedió, no sé cuándo fue que cruce esa delgada línea de lo racional y lo verdaderamente onírico. Me imagino tu cara mientras lees esto y créeme que quisiera estar ahí para verla y escucharte después. Te lo cuento por que hoy amanecí distinto, con una sensación vaga, extraña, distinta a los incontables malos viajes que sabes de mi vida. No sé cómo es que esta sensación de vacío logró coronarse después de todo, como una mujer que abusa de sus atributos físicos para obtener lo que busca, fría, calculadora, mala, pero bella; como esos antagónicos de mierda que nos inyectó Televisa desde que éramos morritos.

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